Una vez que hube terminado de arreglarme con ropa de viaje, tomé mis enseres y me dispuse a salir. Drusila aún seguía perdida en sus recuerdos, con la mirada fija en algún punto y sin mover un solo músculo, como una estatua preciosa que otea el horizonte.
Miré detenidamente la Hacienda, había comprado esa casa años atrás cuando decidí quedarme en Assen. Estaba en un estado un tanto ruinoso, pero me gustó. La casa era grande, demasiado quizá para una sola persona, pero en lo más íntimo de mi ser albergaba la esperanza de poblarla con mi propia descendencia. Además estaba dotada un amplio sótano, bastante oscuro, en el que había instalado mi cubículo. A pesar de tener mi dormitorio en ocasiones sentía la necesidad absoluta de pasar la noche en el nido, quizá porque me hacía sentir más cerca de mis verdaderos orígenes. También en esa zona se hallaban las dependencias de los criados. Por supuesto yo no tenía servidumbre, destiné esos habitáculos a otros menesteres.
En la planta principal, al reformar la casa, decidí unir algunos aposentos y convertirlos en una gran biblioteca de la que me siento realmente orgulloso y en la que he pasado innumerables horas perdido entre la fantasía, la historia, las leyendas y todo lo que esa colección de libros que he ido acumulando durante mis largos viajes desea contarme. También amplié el comedor, no era pequeño pero tampoco grande, realmente no sé que me impulsó a hacerlo, ya que soy un hombre más bien solitario y que además no conozco a demasiada gente en este pequeño pueblo, quizá el hecho de haberme criado entre los monjes del monasterio me acostumbró a esas enormes habitaciones destinadas a la comunidad en la que me movía como uno más de ellos. La cocina era bastante amplia, mantuve el tamaño y tan sólo tuve que adecentarla ya que había sido usada como cuadra para las mulas.
La amplia escalinata que se abría al fondo de la entrada a la casona daba paso al nivel superior; un gran recibidor facilitaba el acceso a las dos alas de la casa, a la derecha instalé mis aposentos. Una antesala a modo de salón en el que me refugiaba en mis largas noches de soledad; la decoración era austera: un amplio sillón de orejas frente a la gran chimenea, una mesita junto al sillón con un candelabro de tres brazos, un aparador junto a la pared en el que siempre había una bandeja con una licorera y unos vasos, una alfombra cubriendo el suelo de barro de la estancia y poco más. Una puerta pequeña disimulada a uno de los lados del aparador daba acceso al vestidor, una habitación más bien alargada con los armarios roperos dispuestos a ambos lados y separados entre sí por unos biombos gemelos que compré a un viejo artesano de Sartil Null, biombos de tres hojas de madera de ébano cincelada con incrustaciones de palo de rosa y de nácar, entre ellos un pequeño diván y una mesita en la que había una caja de tabaco haciendo juego con las mamparas, una gruesa alfombra de lana cubría el suelo. Frente a la puerta de entrada a la antesala una puerta doble daba paso al dormitorio. Una gran cama labrada presidía el aposento, flanqueada por sendas mesitas ataviadas con faldones que hacían juego con el cobertor de la cama y los gruesos cortinajes que cubrían las ventanas. A la derecha, la salida a la terraza, un arco de piedra daba paso a una puerta doble a ambos lados de la puerta se habían tallado en la piedra dos hendiduras a modo de asientos, era ahí donde se había quedado Drusila sentada mirando algún punto del horizonte, aunque estoy seguro de que realmente lo que ella miraba residía en lo más profundo de su alma.