Tuve que tragar saliva varias veces para no echarme a llorar como un niño. No sólo ansiaba tenerla entre mis brazos, la necesitaba para poder seguir viviendo. Supongo que la anciana se dio cuenta de mi lucha interior. Sin mediar palabra alguna se puso doblar la ropa que había sobre la mecedora, que crujió ligeramente al rozarla. Negó repetidas veces con la cabeza, sin llegar a mirarme en ningún momento, antes de dirigirse a mí.
Se me quebró la voz al pronunciar su nombre. No tenía la menor idea de quién era aquella mujer, ni de por qué motivo ocupaba yo una de sus alcobas. Me dolía tremendamente la cabeza y no conseguía liberarme de esa sensación de opresión y sopor que había experimentado desde que abrí los ojos un rato antes.
No puedo asegurarlo, pero en ese momento me pareció contemplar como asomaba una media sonrisa a sus labios. La anciana arrimó con bastante dificultad la mecedora hasta la cama y tomó asiento a mi lado. Había dejado el hatillo de ropa a los pies de la cama, apoyado sobre mis piernas de tal manera que si me movía caería al suelo irremediablemente. Se centró en colocar las sábanas, tiraba de ellas con tanta fuerza que pensé que cederían haciéndose girones. Después las remetió bajo el colchón. Me recordó a mi niñez, cuando el hermano Kiel me obligaba a meterme en la cama temprano y se aseguraba de que no me moviera de allí remetiendo la ropa de tal manera que parecía que me había atado al camastro.
Mientras la anciana se afanaba en colocar mi cama la observé en silencio, las arrugas de su rostro mostraban que era una mujer de edad bastante avanzada, llevaba el pelo trenzado a ambos lados de la cabeza, dejando el resto de la melena suelta. Sus ojos rodeados de arrugas marcadas dejaban entrever que habían conocido épocas mejores e incluso que habían sido unos ojos muy bonitos. Me llamó la atención el color de sus ojos, no estoy seguro de que fueran de un verde muy pálido o de si se veían así porque habían perdido el brillo a consecuencia de la edad; era obvio que no veía demasiado bien. Me pregunte por qué motivo no llevaría puestas las gafas que colgaban sobre su pecho atadas con un cordón de cuero trenzado.
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