Conseguí a duras penas mantener la compostura, decidí que no era el momento de abrir la misiva y guardé el pergamino en el bolsillo interior de mi levita. Miré a Selil, observaba al tipo con el que un rato antes charlaba mostrándose sensual y provocadora, con un gesto de hastío dibujado en su rostro, sin duda sus negociaciones habían concluido. Dudé un momento entre acercarme a ellos o esperar a que aquel incauto terminara de molestarla, algo que sin duda podría costarle la vida. No había decidido aún qué hacer cuando la puerta del local se abrió con tal fuerza qu
e golpeó contra la pared, instintivamente nos pusimos en guardia. Selil se lo quitó de en medio de un empujón, y éste cayó pesadamente al suelo provocando a su vez la caída de un par de banquetas contiguas. Segundos después la tenía a mi lado.

Un grupo de unos nueve individuos irrumpió estrepitosamente en la entrada del local, avancé unos pasos hasta el centro de una de las pistas de baile con Selil pegada a mí como una sombra, calculé las posibilidades que tendríamos de salir victoriosos en el caso de plantearse una contienda, sin duda aquel nutrido grupo de matones no tenía muchas posibilidades en un enfrentamiento contra dos vampiros –pensé- o quizá era lo que quería pensar en ese momento. El grupo se abrió en dos columnas, enfundada en una oscura capa, encapuchada y con el rostro cubierto avanzó con paso lento la silueta de una mujer menuda. En ese momento Selil adelantó unos pasos hacia ella adoptando en cada zancada una actitud amenazante. Las miradas de ambas mujeres se encontraron, el rostro de Selil permanecía inalterable, el de la otra mujer no pude verlo ya que tan solo mostraba sus ojos, que a pesar de ser muy hermosos, entre que poseían un tono tan claro que era difícil diferenciar el iris del resto, una cicatriz que surcaba su ceja izquierda en diagonal, rozándole el ojo y haciendo que éste se viera más rasgado que su gemelo, le conferían una mirada amenazante y cruel.
Fue entonces cuando pude reconocerla, se la conocía entre la calaña como K, era la cabecilla de una banda de salteadores que asolaban la región. Una mujer fría y calculadora que había pasado de ser una simple ratera de tres al cu
arto a capitanear todo un ejército de asesinos despiadados. La tensión entre ambas mujeres iba creciendo por momentos, uno de los secuaces de K se acercó hasta ella situándose justo detrás, avancé hasta Selil quedándome un paso por detrás de ella. El elfo me lanzó una mirada amenazadora, sin duda se trataba de Vildur, un drow renegado y servil que hacía años que la seguía como un perro fiel. Me llamó la atención el hecho de que ambos lucieran una cicatriz parecida, su tez oscura de un gris ceniciento, su melena blanca y aquella mirada plena de crueldad y fiereza, le otorgaban un aspecto bastante perverso. Ante aquella mirada fruncí el ceño mostrando los colmillos en señal de clara hostilidad. No pareció intimidar demasiado al drow que pese a saberse inferior sin duda contaba con el apoyo de su cuadrilla.

- No recuerdo haberos invitado a esta fiesta… -Selil sonrió, cruzándose de brazos.
- Siento discrepar, querida… pero tienes algo que me pertenecía y a lo que no estoy dispuesta a renunciar –repuso la pelirroja en tono altivo.
- Cariño… puede que no lleve corona, pero yo soy la verdadera reina de todo esto. Todo lo que entra en el reino me pertenece legítimamente, a no ser que algún valiente ose discutírmelo… -Selil paseó la vista por todos los integrantes de la banda y esbozó una sonrisa, mostrando los colmillos- en cuyo caso tendría que estar dispuesto a rebatirlo con su propia vida. ¿Alguien quiere jugar?
K sonrió de medio lado y, a pesar de ser mortal, en un rápido movimiento se había agachado hasta extraer una daga que reposaba en el interior de su bota y se la lanzó, alcanzándole en el pecho. Hubo un momento de silencio. K amplió la sonrisa y todas las miradas se centraron en Selil… que irrumpió en una sonora carcajada mientras arrancaba la daga de su pecho.
- ¿Esto es lo mejor que sabes hacer, “querida”? –dijo, imitando su tono de voz.
Entonces, con la misma daga manchada de su propia sangre realizó un movimiento casi imperceptible y uno de los súbditos de K se desplomó en el suelo; la daga se había clavado en el centro del corazón.